Kizuna es una palabra japonesa que significa lazos, vínculos, conexiones emocionales entre amistades o personas que se conocen o no, no necesariamente en el mismo momento o en el mismo lugar. La imagen que acompaña este escrito es una pieza de cerámica que reparé con la técnica japonesa kintsugi, oficio que ejerzo desde hace un par de años. Esta pieza tiene una historia kizuna fortuita y muy especial para mí. Es un plato que hizo el ceramista japonés Katsunori Nakashima en una visita y demostración organizada por una escuela de cerámica en México en 2011 o 2012 y a la que asistieron varios maestros ceramistas y estudiantes, entre ellos mi amiga Diana Coronado, que estudiaba con la ceramista Federika Whitfeld, quien a su vez había sido alumna de Katsunori treinta años atrás cuando vivió y enseñó cerámica durante aproximadamente seis años.
A Katsunori lo conocí en Tokio en el verano de 2003, diez o doce años atrás de esa visita que hizo a México. Hablaba un mexicano muy chilango con todo y albures y modismos. Era un ser muy generoso, bromista y muy risueño, nos hicimos amigos inmediatamente. En ese entonces él vivía en la ciudad de Seto, en la prefectura de Aichi, famosa por ser uno de los centros industriales de cerámica desde hace por lo menos cuatro siglos. Iba a Tokio una o dos veces al año para inaugurar sus exposiciones y eran la ocasión para encontrarnos.
Todavía no empezaba a estudiar cerámica, pero recuerdo con mucho cariño cómo me alentaba para hacerlo diciéndome que no importaba que aún no hablara bien japonés, que lo aprendiera como los niños; jugando y observando. Y de hecho así fue como comencé a estudiar cerámica en un taller en Tokio alrededor de 2004, sin hablar japonés, por imitación y lúdicamente y junto con mi amiga Diana que en ese tiempo también vivía en Tokio.
Visité en una ocasión a Katsu (como le llamábamos sus amigos) en su casa, que estaba muy cerca de un bosque. Ahí tenía también su taller, su esposa además de ayudarle con todo los asuntos administrativos, dibujaba muchas de sus piezas, al igual que sus tres hijos pequeños. En enero de 2014 me llamó para invitarme a su exposición en una galería en Kobe, a una hora de Kioto donde vivo. Acababa de cumplir 50 años y se había mudado a una zona montañosa en la prefectura de Shiga, con la idea de no vivir en nada parecido a una ciudad. Estaba feliz porque acababa de tener su cuarto hijo. Decía que quería tener seis u ocho porque amaba a los niños. Quedé en que lo visitaría en verano, cuando el frío de la montaña terminara. No pude hacerlo. A fines de junio se suicidó. Una noticia inexplicable para todos los que lo conocimos y queríamos. Las últimas dos palabras en español que dejó en su blog días antes decían: “que estoy naciendo? que estoy viendo? que estoy deseando? que? quiero estar con mi familia lindas!” y terminó en japonés con estas dos palabras: “ikiru (vivir) aiwaru (amor-odio).”
En la demostración que hizo en su última visita a México, en 2011 o 2012, Katsunori generosamente donó a los participantes todas las piezas que hizo aunque sin hornear y esmaltar. Diana escogió el plato de la imagen y luego lo horneó con un hermoso esmalte azul muy mexicano. Tiempo después, una pequeña parte del plato se rompió y en marzo de 2016 lo traje conmigo a Kioto para repararlo con oro en mi taller. El plato hecho por Katsunori, esmaltado por Diana y reparado por mí quedó unido y convertido en una historia kizuna. Tres manos entrelazadas en una pieza en distintos tiempos y lugares.